martes, 27 de agosto de 2013

El capital, ese poder fáctico

FRANCÍ XAVIER MUÑOZ | Sº de Organización de ISI ES

nuevatribuna.es/opinion/franci-xavier-munoz


    Igual que ocurrió en Argelia dos décadas atrás o hace algunos años en Gaza, ahora en Egipto se vuelve a subvertir el orden democrático para evitar que una determinada opción política gobierne, con más o menos poderes, evitando ciertos extremismos que podrían dañar la necesaria moderación política y social que requieren las economías capitalistas para poder subsistir y aumentar sus beneficios.
    Porque creo que ésta y no otra es la razón que se esconde tras las intervenciones que en esos tres escenarios (Argelia, Gaza, Egipto) evitaron el acceso al poder -o lo asfixiaron durante su ejercicio- a las opciones islamistas radicales que habían ganado limpiamente las elecciones.
    De lo cual resulta una paradoja insalvable para los defensores de las democracias liberales, que dicen estar a favor de la democracia pero que no dudan en recurrir o aceptar la intervención de poderes fácticos para evitar que unas determinadas opciones políticas, antipáticas al capital, accedan al gobierno,  o si lo hacen, que tengan mil obstáculos para ejercerlo con eficacia.
    No han cambiado muchas cosas a lo largo de la Historia y, menos aún, en estos inicios del siglo XXI con respecto al siglo anterior. El poder fáctico del capitalismo sigue siendo inmenso, hasta el punto de seguir ocupando el primer puesto en la lista de poderes fácticos eficaces. El gran capital, aliado con ciertos partidos y militares, abortó la República de Weimar alemana, la Segunda República española y el Chile de Allende.
    Pero también el capitalismo facilitó el retorno de la democracia a España cuando el franquismo le supuso un obstáculo a sus grandes inversiones y proyectos, haciendo lo propio, años más tarde, en la URSS y sus países satélites, que derribaron el comunismo después de ciertas “aperturas” económicas que habían ido introduciendo el virus del consumismo, bacteria que transforma eficazmente a comunistas en consumistas y a trabajadores en consumidores.
    El capitalismo necesita libertad de mercado para expandirse pues de lo contrario no hay sitio para la competencia empresarial. Y para que exista libertad de mercado tiene que haber también cierta libertad política y social, aunque no necesariamente toda la libertad que la ciudadanía demande, pues se correría el riesgo de permitir la implantación de regímenes políticos y económicos antipáticos al capital e incluso contrarios al mismo. Esto es lo que entendió perfectamente el régimen seudo-comunista chino, por ejemplo.
    Así, en momentos históricos y países sin sólida raigambre democrática, aparecen los ejércitos como los grandes guardianes y salvadores del capital allá donde éste tiene jugosas inversiones. Y siempre estarán dispuestos unos cuantos militares a salvar la patria, eufemismo tras el que se esconden las propiedades de los grandes magnates e inversores que, como se sabe, son siempre los más patriotas a la hora de refugiar su dinero allá donde más les rente.
    Cosa distinta son los escenarios donde la democracia echó raíces pronto o donde alcanzó rápidamente una inquebrantable aceptación social. En estos casos, el gran capital no necesita de tanques o antidisturbios. Le basta con financiar campañas electorales o partidos, contratar permanentes publicidades en grandes medios de comunicación, financiar proyectos de investigación o becas en las universidades, y si las cosas se tuercen, como en algunos países del euro, especular contra la deuda soberana de los Estados, obligando a sus gobiernos y parlamentos a decretar y legislar normas que recorten el bienestar de sus ciudadanos para hacerlos más sumisos al capital, al que deben al fin y al cabo su subsistencia.
    En algunos países más civilizados, sin embargo, se han implantado democracias autoritarias cuyos gobiernos, desoyendo el sufrimiento de sus ciudadanos, imponen normas restrictivas y detraen recursos que aceleran la exclusión social e incluso la muerte de miles de ellos, que las estadísticas oficiales maquillarán bajo cualquier epígrafe eufemístico. Estas democracias autoritarias (democracias en lo formal, autocracias en lo material) enfrentan sus fuerzas de orden a los ciudadanos, dejando que actúen con cierta contundencia e impunidad durante unas horas o unos días, pues así se escarmienta a quienes pretenden, por la vía de la protesta en la calle, subvertir el orden económico injusto establecido. Lo estamos viendo allá donde surge un poder ciudadano que se organiza al margen de partidos y sindicatos: España, Turquía, Brasil, Chile…
    Aunque en estos países “civilizados” siempre quedará el recurso a las dictaduras militares, como parece que advirtió el presidente de la Comisión Europea, Durao Barroso, a los líderes de la Confederación Europea de Sindicatos, para que midieran el alcance de las protestas en los países del sur de la Eurozona. Quizá por eso los grandes sindicatos en el Euro-Sur han tirado la toalla y se han rendido también al gran capital, pues no quieren o no encuentran la manera de articular una lucha efectiva  y contundente contra él.
    Así, desprotegidos los ciudadanos de los últimos bastiones contra el gran capital que casi todo lo puede -que eran sus gobiernos y sindicatos- solo nos queda el recurso al pataleo o a la organización de una sociedad civil que, al margen de partidos y sindicatos, plante cara al poder hegemónico del capital, ganándole allí donde más le duele, es decir, en la cuenta de resultados. Para que otro mundo sea posible es imprescindible que otro capitalismo sea posible. Quienes luchamos por ello no estamos en contra de la economía de mercado ni de la libertad de empresa, pero sí en contra del poder omnímodo que imponen los grandes poderes económicos y financieros a todo el resto, que son trabajadores-consumidores, pequeños y medianos empresarios, gobiernos y parlamentos. Llegados a este punto es necesario el tránsito a una economía social de mercado dentro de un capitalismo con rostro humano y una democracia participativa; es necesario que la política vuelva a imponerse al capital y para ello es necesario darle la vuelta a esta globalización neoliberal.    

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